L’Età dell’ignoranza

Molto di recente ho appreso che al vaccinarci ci hanno iniettato il grafène.  È la convinzione dei no-vax che pare abbiano persino una applicazione da mobile con la quale individuare chi, tra i vaccinati, ha il grafène in corpo e quindi… e chi no. Nel secondo caso si tratta di vaccinati con acqua distillata e quindi gabbati, gli altri, noi, avvelenati. Quanto al grafène è, come dire, un estratto della grafite che come si sa è carbonio. Il g- ha una struttura atomica molto particolare che lo rende ottimo semiconduttore e dunque interessante per l’industria delle batterie. Per chi volesse saperne nel particolare rimando a Wikipedia dove il soggetto viene trattato per quello che è: cosa di alta tecnologia. Non sono riuscito a sapere dalla mia fonte come diavolo il minerale potesse entrare nella composizione dei vaccini. Ma il delirio mostra e si mostra non dimostra. Quanto al perché è ovvio: ci sarà, vedrai, un complotto americano o della NATO, in sintesi italianissima demoplutogiudaicomassonico, per trasformarci chissà in lampadine o stazioni radio controllabili a distanza o in monoliti neri. Per la comprensione di questa ultima battuta devo rimandarti alla visione di A space Odyssey di Stanley Kubrick, film noto in Italia come 2001, Odissea nello spazio. Ed ora, meglio scritto di quanto possa fare io, riposto qui un bell’articolo da El Paìs di oggi. Garzoncello scherzoso,/Cotesta età fiorita/È come un giorno d’allegrezza pieno,/Giorno chiaro, sereno,/Che precorre alla festa di tua vita./Godi, fanciullo mio; stato soave,/Stagion lieta è cotesta,/Altro dirti non vo’; ma la tua festa/Ch’anco tardi a venir non ti sia grave.

W5D6P6SFPVFCJITHUBZQHFB7KQLa edad de la ignorancia
La ineptitud pasa a la ofensiva y se convierte en una negación descarada de la realidad, en un despliegue de fantasías delirantes que provocarían risa si no llevaran por dentro la semilla antigua del odio

EL PAÍS

Antonio Muñoz Molina
12 nov 2022 – 05:00 CET

Una falta de ortografía arruinó en 1992 la carrera política de Dan Quayle, vicepresidente de Estados Unidos. Visitando una escuela primaria, con un gran cortejo de ayudantes y cámaras de televisión, Quayle le pidió a un niño que escribiera en la pizarra la palabra potato. El niño la escribió correctamente, pero Quayle, afectando una paciencia de maestro bonachón, le indicó que había cometido un pequeño error: a la palabra potato le faltaba, según el vicepresidente, una “e” al final. El pitorreo fue tan universal que todavía hoy basta teclear Quayle en Google para asistir de nuevo a aquella escena memorable. Ya retirado, Dan Quayle llegó a actuar en un anuncio de patatas fritas, con gran indignación del niño experto en ortografía, quien argumentó, no sin motivo, que habría sido más justo que el anuncio lo protagonizara él.
Treinta años después de aquella visita escolar, lo que nos asombra no es la ignorancia de un individuo que se las había arreglado para llegar a un paso de la presidencia, sino el hecho mismo de que un error ortográfico lo sumiera en un ridículo del que ya no pudo recuperarse. Más alto todavía que Dan Quayle llegó Donald Trump, de quien se sabe que es incapaz de leer más de dos líneas seguidas, a no ser que en ellas esté contenido su propio nombre, y que aun en esta época de correctores automáticos ha sido capaz de llenar la brevedad de un tuit de faltas de ortografía. “Con todas las cosas que tú no sabes se podría escribir un libro entero”, cuenta Tobias Wolff que le decía cuando era niño su padrastro. Con todo lo que se va sabiendo que no ha sabido nunca Donald Trump se han escrito ya volúmenes copiosos, y se va descubriendo más según aparecen testimonios de quienes asistieron de cerca a los años alucinantes de su presidencia. Nada más ser elegido, parece que lo desconcertó el número de dirigentes extranjeros que lo llamaban para felicitarlo. “No tenía idea de que hubiera tantos países en el mundo”, confesó. Pensaba vagamente que África era el nombre de un país, y no distinguía entre los países bálticos y los balcánicos. En un libro reciente, y aterrador, sobre sus años en la Casa Blanca, The Divider, Susan Glasser y Peter Baker cuentan algunas de las propuestas de gobierno que Trump compartió con sus colaboradores: excavar un canal infestado de cocodrilos a lo largo de la frontera con México; lanzar bombas atómicas contra los huracanes para desactivarlos; comprar Groenlandia a Dinamarca, o en su defecto intercambiarla por Puerto Rico. Según Baker y Glasser, a Donald Trump lo indignaba que los altos mandos del Ejército no lo obedecieran tan incondicionalmente como obedecían los generales alemanes a Hitler. También creía que el papel de la aviación había sido decisivo en la Guerra de la Independencia americana.
Jaume Perich, el gran humorista de la resistencia en el franquismo tardío, decía en uno de sus aforismos: “La prueba de que en Estados Unidos cualquiera puede llegar a presidente es el propio presidente de Estados Unidos”. Perich se refería a Richard Nixon, que fue un forajido y sin duda un criminal de guerra, pero que se encerraba a devorar libros de historia, llenándolos de notas y de subrayados, y hasta escribió él mismo los que se publicaron con su nombre. Es probable que lo que podríamos llamar la Edad de la Ignorancia empezara unos años después, con la llegada a la presidencia de Ronald Reagan. Así lo explica Andy Borowitz en un libro titulado Profiles in Ignorance, una crónica entre sarcástica y desolada del triunfo de la estupidez en la vida pública de Estados Unidos. Ha habido tres fases, o tres eras distintas, dice Borowitiz, en este progreso hacia la imbecilidad. En la primera fase, ya tan lejana, la ignorancia desataba el ridículo, y los políticos y sus asesores se esforzaban por disimularla. La metedura de pata de Dan Quayle pertenece a aquel tiempo abolido. En la segunda fase, la ignorancia ha dejado de ser un obstáculo en una carrera política, y se acepta con toda naturalidad, con indulgencia, hasta con una sonrisa, como una prueba de campechanía. Eran los tiempos en que George Bush hijo reconocía haber leído un solo libro en la universidad, y se compraba un rancho para fingir que era un hombre común pegado a la tierra, y no el heredero de varias generaciones de privilegios de clase. Había logrado pasar por las universidades más elitistas del Este sin aprender nada: su ignorancia la convirtió en un mérito para atraer a muchas personas, sobre todo blancos de clase trabajadora, a las que la pobreza y la injusticia las habían privado de las ventajas de la educación. Ya presidente, en vísperas de la invasión de Irak, se quedó muy intrigado cuando unos asesores intentaban explicarle la diferencia entre suníes y chiíes: “Yo pensaba que en ese país eran musulmanes”.
En la tercera fase vivimos ahora. La ignorancia ya no se disimula, ni se muestra sin complejo: ahora es un mérito, una señal de orgullo, un desafío contra los enterados, los expertos, los tediosos, los exquisitos, los avinagrados. Ahora la ignorancia pasa a la ofensiva y se convierte en una negación descarada de la realidad, en un despliegue de fantasías delirantes que provocarían risa si no llevaran por dentro la semilla antigua del odio, la determinación de pasar por encima de los escrúpulos del conocimiento y de las normas y las garantías de la legalidad. Marjorie Taylor Greene, diputada por Georgia desde 2020, afirma no solo que la elección de Joe Biden fue fraudulenta, como un número considerable de sus compañeros de partido, sino también que los terribles incendios de estos últimos años en California no tienen que ver con el cambio climático, ya que están causados por rayos láser lanzados desde el espacio exterior, y financiados por los judíos.
Andy Borowitz atribuye a las redes sociales una gran parte de la culpa del triunfo y glorificación de la ignorancia: el desdén hacia las fuentes contrastadas de información, el encierro, favorecido por los algoritmos, en la burbuja sectaria de la propia tribu, en lo ilusorio y neurótico del activismo digital. Pero sin duda influye más profundamente el misterioso desprestigio que viene cayendo desde hace décadas, en las sociedades herederas de la Ilustración, de todo lo que sea el aprendizaje de saberes sólidos y oficios prácticos, de lo bien pensado y lo bien hecho, lo que requiere paciencia y esa forma de entrega que nace de la alianza entre la racionalidad y la pasión. Nada irritaba y ofendía más a Donald Trump que el conocimiento profundo y la larga experiencia del doctor Anthony Fauci, que hizo tanto por remediar en algo la catástrofe de la pandemia, agravada por la ignorancia ególatra del presidente. Políticos necios, demagogos ignorantes, someten ahora en España a los profesionales de la sanidad a todo tipo de humillaciones y los condenan a la penuria y a la incertidumbre. No hay respeto para el saber, ni parece que haya peligro de castigo electoral para la exhibición descarada y despótica de la ignorancia.

© EL PAÍS & Antonio Muñoz Molina

About dascola

P.E.G. D’Ascola ha insegnato per 35 anni recitazione al Conservatorio di Milano. Ha scritto e adattato moltissimi lavori per la scena e per la radio e opere con musica allestite al Conservatorio di Milano: "Le rovine di Violetta", "Idillio d’amore tra pastori", riscrittura di "Beggar’s opera"di John Gay, "Auto sacramental" e "Il Circo delle fanciulle". Sue due raccolte di racconti, "Bambino Arturo e il suo vofabulario immaginario"" e "I 25 racconti della signorina Conti", i romanzi "Cecchelin e Cyrano" e "Assedio ed Esilio", tradotto questo anche in spagnolo da "Orizzonte atlantico". Nella rivista "Gli amanti dei libri" occupa da molti anni lo spazio quindicinale di racconti essenziali, "L’ElzeMìro".
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1 Response to L’Età dell’ignoranza

  1. azsumusic says:

    La scienza sconfitta dalla natura. Il virus animale divenuto umano per mezzo della mutazione umana. La volontà dell’uomo di scienza, quella dell’affrontare, con mezzi indistinguibili, l’immane potenza del creato. Volontà nel dimostrare la superiorità di uno sull’intero. Volontà di sterile arroganza. Inane presunzione.

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